miércoles, 19 de mayo de 2010

SUCEDA LO QUE SUCEDA, SU AMOR INFINITO NO NOS ABANDONA.

Libro de los Hechos de los Apóstoles 2,1-11. 

A
l llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. 
De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. 
Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. 
Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. 
Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: "¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? 
¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? 
Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, 
en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, 
judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios". 

Evangelio según San Juan 20,19-23

A
l atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!". 
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. 
Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". 
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo. 
Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan"


COMENTARIO
Mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días después de la resurrección, en Pentecostés, antigua fiesta judía que en la Iglesia ha llegado a ser la fiesta por excelencia del Espíritu Santo: "Se les aparecieron unas lenguas como de fuego (...) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo" (Hch 2, 3-4). Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo.

Dios quiere seguir dando este "fuego" a toda generación humana y, naturalmente, es libre de hacerlo como quiera y cuando quiera. Él es espíritu, y el espíritu "sopla donde quiere" (cf. Jn 3, 8). Sin embargo, hay un "camino normal" que Dios mismo ha elegido para "arrojar el fuego sobre la tierra": este camino es Jesús, su Hijo unigénito encarnado, muerto y resucitado. A su vez, Jesucristo constituyó la Iglesia como su Cuerpo místico, para que prolongue su misión en la historia. "Recibid el Espíritu Santo", dijo el Señor a los Apóstoles la tarde de la Resurrección, acompañando estas palabras con un gesto expresivo: "sopló" sobre ellos (cf. Jn 20, 22). Así manifestó que les transmitía su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo.

Los Hechos de los Apóstoles, para indicar al Espíritu Santo, utilizan dos grandes imágenes: la de la tempestad y la del fuego. Claramente, san Lucas tiene en su mente la teofanía del Sinaí, narrada en los libros del Éxodo (Ex 19, 16-19) y el Deuteronomio (Dt 4, 10-12.36). En el mundo antiguo la tempestad se veía como signo del poder divino, ante el cual el hombre se sentía subyugado y aterrorizado. Pero quiero subrayar también otro aspecto: la tempestad se describe como "viento impetuoso", y esto hace pensar en el aire, que distingue a nuestro planeta de los demás astros y nos permite vivir en él. Lo que el aire es para la vida biológica, lo es el Espíritu Santo para la vida espiritual.  Pentecostés hace pensar en la necesidad de respirar aire limpio, tanto con los pulmones, el aire físico, como con el corazón, el aire espiritual, el aire saludable del espíritu, que es el amor.

La Sagrada Escritura nos revela que la energía capaz de mover el mundo no es una fuerza anónima y ciega, sino la acción del "espíritu de Dios que aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2) al inicio de la creación. Y Jesucristo no "trajo a la tierra" la fuerza vital, que ya estaba en ella, sino el Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios que "renueva la faz de la tierra" purificándola del mal y liberándola del dominio de la muerte (cf. Sal 104, 29-30). Este "fuego" puro, esencial y personal, el fuego del amor, vino sobre los Apóstoles, reunidos en oración con María en el Cenáculo, para hacer de la Iglesia la prolongación de la obra renovadora de Cristo.

Sí, queridos hermanos y hermanas, el Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona.
Benedicto XVI 31 de mayo 2009

1 comentario:

Ricardo, sdb dijo...

Hoy más que nunca necesitamos del Espíritu Santo en el mundo. Tanta violencia, tanta maldad, tanta incomprensión, atentados contra la vida....por eso necesitamos el ardor de los primeros discípulos y misioneros, ese fuego devorador que infunde vida y a la vez ganas de perderla por Jesucristo, su Reino, su Amor...
Miles de Mártires recibieron el consuelo, la fortaleza y la decisión para entregar su vida. Ahora el Señor nos llama a dar la vida por El en medio de la sociedad, de la injusticia, del peligro...¿no es acaso esto un martirio? ir contra corriente en un mundo acostumbrado a dejarse llevar....¡Ven Espiritu Santo Y renueva la faz de la Tierra!