jueves, 27 de mayo de 2010

Aquel que se ha abierto a la acción del Espíritu de Verdad ha acogido y profundizado en su corazón el Evangelio de Jesús y ha descubierto el amor.

Evangelio según San Juan 16,12-15.
Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. 

Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. 

El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. 
Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: 'Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes'.


COMENTARIO
El Paráclito está en función de la verdad y está en función de Jesús.  Las diferentes actividades que se le atribuyen al Paráclito –enseñar, recordar, dar testimonio, convencer, guiar hacia la verdad, anunciar- indican que su papel principal es el doctrinal, o sea, la enseñanza, y que su campo principal es el conocimiento.  Parece como si Juan quisiera traducir Paráclito como “Espíritu de verdad”.

Sin embargo, no se trata de dos “centros” distintos Jesús y la verdad, sino de uno solo, ya que para el evangelista la verdad no es otra cosa que la revelación y la palabra que Jesucristo ha traído al mundo.   El papel del Espíritu Santo, a lo largo de todo el cuarto Evangelio, es el de ayudar a acoger, interiorizar, comprender y vivir la revelación de la que es portador el Hijo. 

Por tanto, la revelación tiene su origen en el Padre, es realizada por el Hijo y con la ayuda del Espíritu vamos interpretando y acogiendo el mensaje.  Jesús será siempre el revelador del Padre y el Espíritu de la Verdad, en cambio, hace posible que la revelación de Cristo penetre con profundidad en el corazón del creyente.
Pero no sólo eso… Al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones (cf. Rm 5,5): es decir, tanto el amor con el que somos amados por Dios, como el amor con el que se nos capacita para amar, a nuestra vez, a Dios y al prójimo.  Aplicada al consuelo –que es la forma que el amor adquiere ante el sufrimiento de la persona amada-, esta palabra del Apóstol viene a decirnos una cosa muy importante: que el Paráclito no solamente nos consuela, sino que nos impulsa a consolar y nos hace capaces de consolar. 

¿Cómo debemos consolar?  Aquí está lo importante: con el mismo consuelo que hemos recibido de Dios; con un consuelo divino, no humano.  No hay que conformarse con repetir estériles palabras de circunstancia que no cambian la situación (“Ánimo, no te deprimas; verás cómo todo irá bien!”); Hay que transmitir el auténtico consuelo que proporcionan las Escrituras, capaz de mantener viva la esperanza (cf. Rm 15, 4).

A modo de conclusión.  Hemos acogido el Evangelio (Jesús) gracias a la ayuda del Espíritu de Verdad, del Paráclito.  Esa revelación que hemos acogido y profundizado en nuestros corazones nos impulsa a llevarlos a otros.  ¿Y que llevamos?  El consuelo de Dios, la Buena Noticia, el amor que hemos recibido y la esperanza que ha nacido a raíz de nuestra fe.  El Amor consuela; el amor envuelve; el amor nos da esperanza.  Aquel que se ha abierto a la acción del Espíritu de Verdad ha acogido y profundizado en su corazón el Evangelio de Jesús y ha descubierto el amor.  Y aquel que se siente amado tiene esperanza y es capaz de ser consuelo para otros.         

miércoles, 19 de mayo de 2010

SUCEDA LO QUE SUCEDA, SU AMOR INFINITO NO NOS ABANDONA.

Libro de los Hechos de los Apóstoles 2,1-11. 

A
l llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. 
De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. 
Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. 
Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. 
Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: "¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? 
¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? 
Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, 
en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, 
judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios". 

Evangelio según San Juan 20,19-23

A
l atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!". 
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. 
Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". 
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo. 
Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan"


COMENTARIO
Mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días después de la resurrección, en Pentecostés, antigua fiesta judía que en la Iglesia ha llegado a ser la fiesta por excelencia del Espíritu Santo: "Se les aparecieron unas lenguas como de fuego (...) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo" (Hch 2, 3-4). Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo.

Dios quiere seguir dando este "fuego" a toda generación humana y, naturalmente, es libre de hacerlo como quiera y cuando quiera. Él es espíritu, y el espíritu "sopla donde quiere" (cf. Jn 3, 8). Sin embargo, hay un "camino normal" que Dios mismo ha elegido para "arrojar el fuego sobre la tierra": este camino es Jesús, su Hijo unigénito encarnado, muerto y resucitado. A su vez, Jesucristo constituyó la Iglesia como su Cuerpo místico, para que prolongue su misión en la historia. "Recibid el Espíritu Santo", dijo el Señor a los Apóstoles la tarde de la Resurrección, acompañando estas palabras con un gesto expresivo: "sopló" sobre ellos (cf. Jn 20, 22). Así manifestó que les transmitía su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo.

Los Hechos de los Apóstoles, para indicar al Espíritu Santo, utilizan dos grandes imágenes: la de la tempestad y la del fuego. Claramente, san Lucas tiene en su mente la teofanía del Sinaí, narrada en los libros del Éxodo (Ex 19, 16-19) y el Deuteronomio (Dt 4, 10-12.36). En el mundo antiguo la tempestad se veía como signo del poder divino, ante el cual el hombre se sentía subyugado y aterrorizado. Pero quiero subrayar también otro aspecto: la tempestad se describe como "viento impetuoso", y esto hace pensar en el aire, que distingue a nuestro planeta de los demás astros y nos permite vivir en él. Lo que el aire es para la vida biológica, lo es el Espíritu Santo para la vida espiritual.  Pentecostés hace pensar en la necesidad de respirar aire limpio, tanto con los pulmones, el aire físico, como con el corazón, el aire espiritual, el aire saludable del espíritu, que es el amor.

La Sagrada Escritura nos revela que la energía capaz de mover el mundo no es una fuerza anónima y ciega, sino la acción del "espíritu de Dios que aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2) al inicio de la creación. Y Jesucristo no "trajo a la tierra" la fuerza vital, que ya estaba en ella, sino el Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios que "renueva la faz de la tierra" purificándola del mal y liberándola del dominio de la muerte (cf. Sal 104, 29-30). Este "fuego" puro, esencial y personal, el fuego del amor, vino sobre los Apóstoles, reunidos en oración con María en el Cenáculo, para hacer de la Iglesia la prolongación de la obra renovadora de Cristo.

Sí, queridos hermanos y hermanas, el Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona.
Benedicto XVI 31 de mayo 2009

jueves, 6 de mayo de 2010

El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él.

Evangelio según san Juan 14, 23-29
23Jesús le respondió: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él.
24El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió.
25Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes.
26Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.
27Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman!
28Me han oído decir: «Me voy y volveré a ustedes». Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo.
29Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.
Y para terminar, Jesús les dijo:
Levántense; salgamos de aquí.


Comentario

Quien ama a Jesús guarda su palabra, la palabra de la que Él dice: «Y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn 14, 24). Quien ama a Jesús vive de su Evangelio. Cristo es el Verbo del Padre. En Él se realiza la plenitud de la verdad, que está en Dios y que es Dios mismo. Él «se hizo carne» (Jn 1, 14) para transmitirnos esta verdad con palabras humanas, con obras humanas y, en definitiva, en el acontecimiento pascual de la cruz y la resurrección. Ahora Cristo dice: «Me voy al Padre» (Jn 14, 28). Eso es para Él motivo de alegría divina, una alegría que desea comunicar a sus discípulos. Con la humanidad que asumió, el Verbo vuelve a su fuente, al eterno manantial donde, sin ningún inicio, tiene su inicio.”
(Juan Pablo II. Homilía del 21 de mayo 1995)

"El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho" (Jn 14, 26). Esta es la gran promesa que hizo Jesús durante la última Cena. Al acercarse el momento de la cruz, tranquiliza a los Apóstoles, diciéndoles que no se quedarán solos: el Espíritu Santo, el Paráclito, estará con ellos y los sostendrá en la gran misión de llevar el anuncio del Evangelio a todo el mundo.

En la lengua original griega, el término Paráclito indica al que acompaña, para proteger y ayudar a una persona. Jesús vuelve al Padre, pero continúa la obra de enseñanza y animación de sus discípulos mediante el don del Espíritu.

¿En qué consiste la misión del Espíritu Santo prometido? Como acabamos de escuchar en el texto tomado del evangelio de san Juan, es Jesús mismo quien la explica: "Será él quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho" (Jn 14, 26). Jesús ya ha comunicado todo lo que quería decir a los Apóstoles: con él, Verbo encarnado, se ha completado la revelación. El Espíritu hará "recordar", es decir, comprender en plenitud y vivir concretamente las enseñanzas de Jesús. Esto es lo que sucede aún hoy en la Iglesia. Como afirma el concilio ecuménico Vaticano II, bajo la guía y con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, "la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad divina, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios" (Dei Verbum, 8).
(Juan Pablo II homilía del domingo 21 de mayo del 2001)