Evangelio según San Lucas 15,1-10.
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo.
Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola: "Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla?
Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido".
Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse".
Y les dijo también: "Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla?
Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido".
Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte".
Comentario
La liturgia nos vuelve a presentar hoy a nuestra meditación el capítulo XV del Evangelio de Lucas, una de las páginas más sublimes y conmovedoras de la Sagrada Escritura. Es bello pensar que en el mundo entero, allí donde la comunidad cristiana se reúna para celebrar la eucaristía dominical, resuena en este día esta Buena Noticia de verdad y salvación: Dios es amor misericordioso.
El Evangelista Lucas ha recogido en este capítulo tres parábolas sobre la misericordia divina: las dos más breves, comunes a Mateo y Marcos, son la de la oveja perdida y la de la moneda perdida; la tercera, larga, articulada y que sólo presenta este evangelista, es la famosa parábola del Padre misericordioso, conocida normalmente como el «hijo pródigo». En esta página evangélica parece que casi se puede escuchar la voz de Jesús, que se revela en el rostro de su Padre y de nuestro Padre.
En el fondo, para esto vino al mundo: para hablarnos del Padre, para dárnoslo a conocer, hijos perdidos, y resucitar en nuestros corazones la alegría de pertenecer a él, la esperanza de ser perdonados y restituidos a nuestra plena dignidad, el deseo de vivir para siempre en su casa, que es también nuestra casa.
Jesús contó las tres parábolas de la misericordia porque los fariseos y los escribas hablaban mal de Él, al ver que recibía a pecadores e incluso que comía con ellos (Cf. Lucas 15, 1-3). Entonces él explicó con su típico lenguaje que Dios no quiere que se pierda ni siquiera uno de sus hijos y su espíritu desborda de alegría cuando un pecador se convierte. La verdadera religión consiste entonces en entrar en sintonía con este Corazón «rico en misericordia», que nos exige que amemos a todos, incluso a los alejados y a los enemigos, imitando al Padre celestial que respeta la libertad de cada uno y que atrae a todos hacia sí con la fuerza invencible de su fidelidad. Este es el camino que Jesús muestra a quienes quieren ser sus discípulos: «No juzguéis… no condenéis… perdonad y se os perdonará; dad y se os dará… Sed misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre» (Lucas 6, 36-38). En estas palabras encontramos indicaciones sumamente concretas para nuestro comportamiento diario de creyentes.
En nuestro tiempo, la humanidad tiene necesidad de que se proclame y testimonie con vigor la misericordia de Dios. Intuyó esta urgencia pastoral, de manera profética, el querido Juan Pablo II, quien fue un gran apóstol de la divina Misericordia. Al Padre misericordioso dedicó su segunda encíclica y durante todo su pontificado se convirtió en misionero del amor de Dios a todas las personas. Tras los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, que ensombrecieron el alba del tercer milenio, invitó a los cristianos y a los hombres de buena voluntad a creer que la Misericordia de Dios es más fuerte que todo mal, y que sólo en la Cruz de Cristo se encuentra la salvación del mundo. -Benedicto XVI-
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