jueves, 25 de marzo de 2010

En el árbol de la Cruz se cumple el Evangelio de la vida


Comentario

En el árbol de la Cruz se cumple el Evangelio de la vida (Fuente: Evangelium Vitae 50-51)

Quisiera detenerme con cada uno de vosotros a contemplar a Aquél que atravesaron y que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12, 32). Mirando « el espectáculo » de la cruz (cf. Lc 23, 48) podremos descubrir en este árbol glorioso el cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la vida.

En las primeras horas de la tarde del viernes santo, « al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra... El velo del Santuario se rasgó por medio » (Lc 23, 44.45). Es símbolo de una gran alteración cósmica y de una inmensa lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte. Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha dramática entre la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Sin embargo, esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana.

Jesús es clavado en la cruz y elevado sobre la tierra. Vive el momento de su máxima « impotencia », y su vida parece abandonada totalmente al escarnio de sus adversarios y en manos de sus asesinos: es ridiculizado, insultado, ultrajado (cf. Mc 15, 24-36). Sin embargo, ante todo esto el centurión romano, viendo « que había expirado de esa manera », exclama: « Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios » (Mc 15, 39). Así, en el momento de su debilidad extrema se revela la identidad del Hijo de Dios: ¡en la Cruz se manifiesta su gloria!

Con su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la muerte de todo ser humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre implorando el perdón para sus perseguidores (cf. Lc 23, 34) y dice al malhechor que le pide que se acuerde de él en su reino: « Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso » (Lc 23, 43). Después de su muerte « se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron » (Mt 27, 52). La salvación realizada por Jesús es don de vida y de resurrección. A lo largo de su existencia, Jesús había dado también la salvación sanando y haciendo el bien a todos (cf. Hch 10, 38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas resurrecciones eran signo de otra salvación, consistente en el perdón de los pecados, es decir, en liberar al hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo a la vida misma de Dios.

En la Cruz se renueva y realiza en su plena y definitiva perfección el prodigio de la serpiente levantada por Moisés en el desierto (cf. Jn 3, 14-15; Nm 21, 8-9). También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que atravesaron, todo hombre amenazado en su existencia encuentra la esperanza segura de liberación y redención.

La contemplación de la Cruz nos lleva, de este modo, a las raíces más profundas de cuanto ha sucedido. Jesús, que entrando en el mundo había dicho: « He aquí que vengo, Señor, a hacer tu voluntad » (cf.Hb 10, 9), se hizo en todo obediente al Padre y, « habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo » (Jn 13, 1), se entregó a sí mismo por ellos.

El, que no había « venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos » (Mc 10, 45), alcanza en la Cruz la plenitud del amor. « Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos » (Jn 15, 13). Y El murió por nosotros siendo todavía nosotros pecadores (cf. Rm 5, 8).

De este modo proclama que la vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega.

En este punto la meditación se hace alabanza y agradecimiento y, al mismo tiempo, nos invita a imitar a Jesús y a seguir sus huellas (cf. 1 P 2, 21).

También nosotros estamos llamados a dar nuestra vida por los hermanos, realizando de este modo en plenitud de verdad el sentido y el destino de nuestra existencia.

Lo podremos hacer porque Tú, Señor, nos has dado ejemplo y nos has comunicado la fuerza de tu Espíritu. Lo podremos hacer si cada día, contigo y como Tú, somos obedientes al Padre y cumplimos su voluntad.

Por ello, concédenos escuchar con corazón dócil y generoso toda palabra que sale de la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a « no matar » la vida del hombre, sino a venerarla, amarla y promoverla.

martes, 16 de marzo de 2010

Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia

Evangelio de Juan 8, 1-11.
La mujer adúltera

1Jesús fue al monte de los Olivos.2Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.
3Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, 4dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. 5Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?». 6Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.
7Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra». 8E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.
9Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, 10e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?». 11Ella le respondió: «Nadie, Señor». «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante».


Comentario
(Benedicto XVI, Domingo 25 de marzo de 2007)

En la línea de lo que la liturgia nos propuso el domingo pasado, la página evangélica de hoy nos ayuda a comprender que sólo el amor de Dios puede cambiar desde dentro la existencia del hombre y, en consecuencia, de toda sociedad, porque sólo su amor infinito lo libra del pecado, que es la raíz de todo mal. Si es verdad que Dios es justicia, no hay que olvidar que es, sobre todo, amor:  si odia el pecado, es porque ama infinitamente a toda persona humana. Nos ama a cada uno de nosotros, y su fidelidad es tan profunda que no se desanima ni siquiera ante nuestro rechazo. Hoy, en particular, Jesús nos invita a la conversión interior:  nos explica por qué perdona, y nos enseña a hacer que el perdón recibido y dado a los hermanos sea el "pan nuestro de cada día".

El pasaje evangélico narra el episodio de la mujer adúltera en dos escenas sugestivas: en la primera, asistimos a una disputa entre Jesús, los escribas y fariseos acerca de una mujer sorprendida en flagrante adulterio y, según la prescripción contenida en el libro del Levítico (cf. Lv20, 10), condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla un breve y conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados acusadores de la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús —lo llaman "maestro" (Didáskale)—, preguntándole si está bien lapidarla. Conocen su misericordia y su amor a los pecadores, y sienten curiosidad por ver cómo resolverá este caso que, según la ley mosaica, no dejaba lugar a dudas.

Pero Jesús se pone inmediatamente de parte de la mujer; en primer lugar, escribiendo en la tierra palabras misteriosas, que el evangelista no revela, pero queda impresionado por ellas; y después, pronunciando la frase que se ha hecho famosa:  "Aquel de vosotros que esté sin pecado (usa el término anamártetos, que en el Nuevo Testamento solamente aparece aquí), que le arroje la primera piedra" (Jn 8, 7) y comience la lapidación. San Agustín, comentando el evangelio de san Juan, observa que "el Señor, en su respuesta, respeta la Ley y no renuncia a su mansedumbre". Y añade que con sus palabras obliga a los acusadores a entrar en su interior y, mirándose a sí mismos, a descubrir que también ellos son pecadores. Por lo cual, "golpeados por estas palabras como por una flecha gruesa como una viga, se fueron uno tras otro" (In Io. Ev. tract. 33, 5).

Así pues, uno tras otro, los acusadores que habían querido provocar a Jesús se van, "comenzando por los más viejos". Cuando todos se marcharon, el divino Maestro se quedó solo con la mujer. El comentario de san Agustín es conciso y eficaz:  "relicti sunt duo:  misera et misericordia","quedaron sólo ellos  dos:  la miserable y la misericordia" (ib.).

Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar esta escena, donde se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la misericordia divina, una mujer acusada de un gran pecado y Aquel que, aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del mundo entero. Él, que se había puesto a escribir en la tierra, alza ahora los ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico cuando le pregunta:  "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?" (Jn 8, 10). Y su respuesta es conmovedora:  "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8, 11). San Agustín, en su comentario, observa:  "El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho:  "Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras... Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento". Pero no dijo eso" (In Io. Ev. tract. 33, 6). Dice:  "Vete y no peques más".

Queridos amigos, la palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece indicaciones concretas para nuestra vida. Jesús no entabla con sus interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la ley de Moisés:  no le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación de la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación sólo se encuentra en el amor de Dios.

Por tanto, también en este episodio comprendemos que nuestro verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta consigna:  "Vete, y en adelante no peques más". Le concede el perdón, para que "en adelante" no peque más. En un episodio análogo, el de la pecadora arrepentida, que encontramos en el evangelio de san Lucas (cf. Lc 7, 36-50), acoge y dice "vete en paz" a una mujer que se había arrepentido. Aquí, en cambio, la adúltera recibe simplemente el perdón de modo incondicional. En ambos casos —el de la pecadora arrepentida y el de la adúltera— el mensaje es único. En un caso se subraya que no hay perdón sin arrepentimiento, sin deseo del perdón, sin apertura de corazón al perdón. Aquí se pone de relieve que sólo el perdón divino y su amor recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al mal y "no pecar más", para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que se convierte en nuestra fuerza. De este modo, la actitud de Jesús se transforma en un modelo a seguir por toda comunidad, llamada a hacer del amor y del perdón el corazón palpitante de su vida.

Queridos hermanos y hermanas, en el camino cuaresmal que estamos recorriendo y que se acerca rápidamente a su fin, nos debe acompañar la certeza de que Dios no nos abandona jamás y que su amor es manantial de alegría y de paz; es la fuerza que nos impulsa poderosamente por el camino de la santidad y, si es necesario, también hasta el martirio.

jueves, 11 de marzo de 2010

El Sacramento de la Reconciliación es el camino para recobrar nuestra dignidad de hijos

Evangelio de Lucas 15, 1-3. 11-32

1 Mientras Jesús enseñaba, se le acercaron muchos de los que cobraban impuestos para el gobierno de Roma, y también otras personas a quienes los fariseos consideraban gente de mala fama. 2 Al ver esto, los fariseos y los maestros de la Ley comenzaron a criticar a Jesús, y decían: «Este hombre es amigo de los pecadores, y hasta come con ellos.» 3 Al oír eso, Jesús les puso este ejemplo:

11 «Un hombre tenía dos hijos. 12 Un día, el hijo más joven le dijo a su padre: “Papá, dame la parte de tu propiedad que me toca como herencia.” Entonces el padre repartió la herencia entre sus dos hijos.

13 »A los pocos días, el hijo menor vendió lo que su padre le había dado y se fue lejos, a otro país. Allá se dedicó a darse gusto, haciendo lo malo y gastando todo el dinero. 14 »Ya se había quedado sin nada, cuando comenzó a faltar la comida en aquel país, y el joven empezó a pasar hambre. 15 Entonces buscó trabajo, y el hombre que lo empleó lo mandó a cuidar cerdos en su finca. 16 Al joven le daban ganas de comer aunque fuera la comida con que alimentaban a los cerdos, pero nadie se la daba.

17 »Por fin comprendió lo tonto que había sido, y pensó: “En la finca de mi padre los trabajadores tienen toda la comida que desean, y yo aquí me estoy muriendo de hambre. 18 Volveré a mi casa, y apenas llegue, le diré a mi padre que me he portado muy mal con Dios y con él. 19 Le diré que no merezco ser su hijo, pero que me dé empleo, y que me trate como a cualquiera de sus trabajadores.” 20 Entonces regresó a la casa de su padre. »Cuando todavía estaba lejos, su padre corrió hacia él lleno de amor, y lo recibió con abrazos y besos. 21 El joven empezó a decirle: “¡Papá, me he portado muy mal contra Dios y contra ti! ¡Ya no merezco ser tu hijo!” 22 »Pero antes de que el muchacho terminara de hablar, el padre llamó a los sirvientes y les dijo: “¡Pronto! Traigan la mejor ropa y vístanlo. Pónganle un anillo, y también sandalias. 23 ¡Maten el ternero más gordo y hagamos una gran fiesta, 24 porque mi hijo ha regresado! Es como si hubiera muerto, y ha vuelto a vivir. Se había perdido y lo hemos encontrado.” »Y comenzó la fiesta.

25 »Mientras tanto, el hijo mayor estaba trabajando en el campo. Cuando regresó, se acercó a la casa y oyó la música y el baile. 26 Llamó a uno de los sirvientes y le preguntó: “¿Qué pasa?” 27 »El sirviente le dijo: “Es que tu hermano ha vuelto sano y salvo, y tu papá mandó matar el ternero más gordo para hacer una fiesta.”

28 »Entonces el hermano mayor se enojó mucho y no quiso entrar. Su padre tuvo que salir a rogarle que entrara. 29 Pero él, muy enojado, le dijo: “He trabajado para ti desde hace muchos años, y nunca te he desobedecido; pero a mí jamás me has dado siquiera un cabrito para que haga una fiesta con mis amigos. 30 ¡Y ahora que vuelve ese hijo tuyo, después de malgastar todo tu dinero con prostitutas, matas para él el ternero más gordo!”

31 »El padre le contestó: “¡Pero hijo! Tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. 32 ¡Cómo no íbamos a hacer una fiesta y alegrarnos por el regreso de tu hermano! Es como si hubiera muerto, pero ha vuelto a vivir; como si se hubiera perdido, pero lo hemos encontrado.”»

Comentario
(Dives in Misericordia No. 5-6, Juan Pablo II)
El patrimonio que aquel tal (hijo pródigo) había recibido de su padre era un recurso de bienes materiales, pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad de hijo en la casa paterna. La situación en que llegó a encontrarse cuando ya había perdido los bienes materiales, le debía hacer consciente, por necesidad, de la pérdida de esa dignidad. El no había pensado en ello anteriormente, cuando pidió a su padre que le diese la parte de patrimonio que le correspondía, con el fin de marcharse. Y parece que tampoco sea consciente ahora, cuando se dice a sí mismo: « ¡Cuántos asalariados en casa de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre! ». El se mide a sí mismo con el metro de los bienes que había perdido y que ya « no posee », mientras que los asalariados en casa de su padre los « poseen ». Estas palabras se refieren ante todo a una relación con los bienes materiales. No obstante, bajo estas palabras se esconde el drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder.

Es entonces cuando toma la decisión: « Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado, contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros ». Palabras, éstas, que revelan más a fondo el problema central. A través de la compleja situación material, en que el hijo pródigo había llegado a encontrarse debido a su ligereza, a causa del pecado, había ido madurando el sentido de la dignidad perdida. Cuando él decide volver a la casa paterna y pedir a su padre que lo acoja —no ya en virtud del derecho de hijo, sino en condiciones de mercenario— parece externamente que obra por razones del hambre y de la miseria en que ha caído; pero este motivo está impregnado por la conciencia de una pérdida más profunda: ser un jornalero en la casa del propio padre es ciertamente una gran humillación y vergüenza. No obstante, el hijo pródigo está dispuesto a afrontar tal humillación y vergüenza. Se da cuenta de que ya no tiene ningún otro derecho, sino el de ser mercenario en la casa de su padre. Su decisión es tomada en plena conciencia de lo que merece y de aquello a lo que puede aún tener derecho según las normas de la justicia. Precisamente este razonamiento demuestra que, en el centro de la conciencia del hijo pródigo, emerge el sentido de la dignidad perdida, de aquella dignidad que brota de la relación del hijo con el padre. Con esta decisión emprende el camino.

Esta imagen concreta del estado de ánimo del hijo pródigo nos permite comprender con exactitud en qué consiste la misericordia divina. No hay lugar a dudas de que en esa analogía sencilla pero penetrante la figura del progenitor nos revela a Dios como Padre. El comportamiento del padre de la parábola, su modo de obrar que pone de manifiesto su actitud interior, nos permite hallar cada uno de los hilos de la visión veterotestamentaria de la misericordia, en una síntesis completamente nueva, llena de sencillez y de profundidad. El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquella festosidad tan generosa respecto al disipador después de su vuelta, de tal manera que suscita contrariedad y envidia en el hermano mayor, quien no se había alejado nunca del padre ni había abandonado la casa.

La fidelidad a sí mismo por parte del padre —un comportamiento ya conocido por el término veterotestamentario « hesed »— es expresada al mismo tiempo de manera singularmente impregnada de amor. Leemos en efecto que cuando el padre divisó de lejos al hijo pródigo que volvía a casa, « le salió conmovido al encuentro, le echó los brazos al cuello y lo besó ». Está obrando ciertamente a impulsos de un profundo afecto, lo cual explica también su generosidad hacia el hijo, aquella generosidad que indignará tanto al hijo mayor. Sin embargo las causas de la conmoción hay que buscarlas más en profundidad. Sí, el padre es consciente de que se ha salvado un bien fundamental: el bien de la humanidad de su hijo. Si bien éste había malgastado el patrimonio, no obstante ha quedado a salvo su humanidad. Es más,ésta ha sido de algún modo encontrada de nuevo. Lo dicen las palabras dirigidas por el padre al hijo mayor: « Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado ». En el mismo capítulo XV del evangelio de san Lucas, leemos la parábola de la oveja extraviada  y sucesivamente de la dracma perdida. Se pone siempre de relieve la misma alegría, presente en el caso del hijo pródigo. La fidelidad del padre a sí mismo está totalmente centrada en la humanidad del hijo perdido, en su dignidad. Así se explica ante todo la alegre conmoción por su vuelta a casa.

Prosiguiendo, se puede decir por tanto que el amor hacia el hijo, el amor que brota de la esencia misma de la paternidad, obliga en cierto sentido al padre a tener solicitud por la dignidad del hijo. Esta solicitud constituye la medida de su amor, como escribirá san Pablo: « La caridad es paciente, es benigna..., no es interesada, no se irrita..., no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad..., todo lo espera, todo lo tolera » y « no pasa jamás ». La misericordia —tal como Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo pródigo— tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo Testamento se llama agapé. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y « revalorizado ». El padre le manifiesta, particularmente, su alegría por haber sido « hallado de nuevo » y por « haber resucitado ». Esta alegría indica un bien inviolado: un hijo, por más que sea pródigo, no deja de ser hijo real de su padre; indica además un bien hallado de nuevo, que en el caso del hijo pródigo fue la vuelta a la verdad de sí mismo.

martes, 2 de marzo de 2010

Debemos estar siempre en actitud de conversión, porque Dios siempre ofrece oportunidades

Evangelio de Lucas 13, 1-9

Cambiar de vida
1 Por aquel tiempo, algunos le dijeron a Jesús que Pilato, el gobernador romano, había mandado matar a varios hombres de la región de Galilea. Esto les había sucedido mientras ellos estaban en el templo ofreciendo sacrificios a Dios. 2 Jesús les dijo:
«¿Creen ustedes que esos hombres murieron porque eran más malos que los demás habitantes de Galilea? 3 ¡De ninguna manera! Y si ustedes no cambian su manera de vivir ni obedecen a Dios, de seguro morirán. 4 Acuérdense de los dieciocho que murieron cuando se les vino encima la torre que se derrumbó en Siloé. ¿Creen ustedes que eso les pasó porque eran más malos que todos los habitantes de Jerusalén? 5 ¡De ninguna manera! Y si ustedes no cambian su manera de vivir ni obedecen a Dios, también morirán.»

La higuera
6 Además, Jesús les puso este ejemplo:
«Un hombre había sembrado una higuera en su viñedo. Un día, fue a ver si el árbol tenía higos, pero no encontró ninguno. 7 Entonces le dijo al encargado del viñedo: “Tres años seguidos he venido a ver si esta higuera ya tiene higos, y nunca encuentro nada. Córtala, pues sólo está ocupando terreno.” 8 El encargado le dijo: “Señor, deje usted la higuera un año más. Aflojaré la tierra a su alrededor, y le pondré abono. 9 Si el próximo año da higos, la dejará vivir; si no, puede ordenar que la corten.”»


COMENTARIO

Vivir con sentido siempre
El evangelio de Lucas viene hoy a hacer una llamada a la fidelidad de ese Dios salvador de la historia, que se ha jugado todo su prestigio y toda su divinidad con el pueblo. Se narran dos episodios de acontecimientos que ocurrieron, muy probablemente en tiempos de Jesús: unos galileos que el Prefecto romano mandó masacrar mientras ofrecían un sacrificio. Algunos apuntan a la sospecha de tipo político que tenían que ver con el terrorismo zelote, pero no es fácilmente aceptable esta tesis. Sí es importante el dato de que ocurrió mientras ofrecían un sacrificio, un acto religioso. No sabemos a qué se refiere, aunque tenemos noticias de que Pilato (por Flavio Josefo especialmente), responsable directo de la crucifixión de Jesús, fue uno de los políticos más perversos y venales de la administración romana. El otro episodio es mucho más normal, un accidente de trabajo, de tantos como ocurren en la vida, en el trabajo  y ante los que uno se pregunta por qué.

¿Qué pueden significar estos episodios narrados por Lucas? ¿Tiene que ver algo Dios en estos? ¡Desde luego que no! Eso es lo primero que debemos inferir en la lectura del texto ¿Por qué, pues, son narrados? Pues sencillamente para poner de manifiesto que  Dios no es venal como Poncio Pilato y no tiene nada que ver con el accidente de la torre de Siloé del muro que rodeaba la ciudad de Jerusalén; esas cosas pasan en la vida. Eso nos descubre que somos lábiles y que no podemos vivir nuestra vida sin sentido. Todo el conjunto del evangelio de hoy va en esa dirección de una llamada a la conversión y a contar con Dios en nuestra vida. Jesús no ve en los samaritanos sacrificados, ni en los obreros de la torre maldad alguna para ser castigados por ello. No es el anuncio del Dios juez el que aquí aparece. Jesús habla de los “signos” de terror de la vida. Es una lectura realista de lo que ocurre y de lo que siempre ocurrirá, unas veces por la maldad humana y otras porque no podemos dominar la naturaleza. Pero ¿acaso esto no nos debe hacer pensar que debemos estar preparados siempre? ¿Para qué? No diríamos que para morir (aunque pueda parecer que ese es el sentido del texto), sino para vivir con dignidad, con sabiduría, con fe y esperanza. Y si llega la muerte, no nos ha de afanar con las manos vacías.

El tercer momento de la lectura evangélica se centra en una especie de parábola sobre la higuera plantada en una viña que, al cabo de tres años, no da fruto y se la quiere arrancar. La parábola de la higuera estéril es de la tradición (cf Mc 11, 12-14.20-26; Mt 21,18-22). Es curioso y original que Lucas se haya decidido por unirla a esos episodios anteriores. ¿Por qué? Para dar a entender que nuestra vida es como un tiempo que Dios permite (el dueño de la higuera) hasta el momento final de nuestra vida. Los Santos Padres entendieron que Jesús era el agricultor que pide al dueño un tiempo para ver si es posible que la higuera saque higos de sus entrañas. Sabemos que la higuera era símbolo de Israel en el AT, concretamente en los profetas. Por tanto resuena aquí, de alguna manera, la interpelación profética a la conversión. Nuestro evangelista le da mucha importancia en su obra al “hoy” y al “ahora” de la salvación. Por eso ese tiempo concedido a la higuera… es para un hoy y un ahora de salvación y de gracia.

Las conexiones de estos episodios se establecen en razón de la necesidad de estar siempre en actitud de responsabilidad y preparados para cambiar de vida, para arrepentirse; unas veces porque los hombres perversos aniquilan y otras porque ocurren catástrofes. Jesús, con sus palabras, exculpa a los que han sufrido la maldad de Pilato o la mala suerte del accidente, en el sentido de que no son responsables individualmente de lo que ha sucedido. Esto era importante entonces, donde todo se explicaba en razón de conexiones entre responsabilidad personal y castigo. No, los galileos o los trabajadores de la torre de Siloé no eran peor o más responsables que los que no les sucedió nada. Por el contrario, todos debemos estar siempre en actitud de conversión, porque Dios siempre ofrece oportunidades, como es el caso de la parábola de la higuera estéril. Siempre, con el Dios de la salvación, tenemos oportunidad de convertirnos y de buscar el bien.