jueves, 29 de abril de 2010

¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor?

Evangelio según San Juan 13, 31-33a. 34-35

El nuevo mandamiento

31 Después de que Judas salió, Jesús les dijo a los otros discípulos:

Ahora la gente podrá ver lo grande y poderoso que soy yo, el Hijo del hombre. Gracias a mí también podrán ver lo poderoso y grande que es Dios. 32Si yo hago que la gente vea lo grande y poderoso que es Dios, entonces Dios hará que la gente también vea lo poderoso y grande que soy yo. Y Dios hará esto pronto.

33»Mis amados amigos, dentro de poco ya no estaré más con ustedes. Me buscarán, pero no me encontrarán.

34»Les doy un mandamiento nuevo: Ámense unos a otros.

»Ustedes deben amarse de la misma manera que yo los amo. 35Si se aman de verdad, entonces todos sabrán que ustedes son mis seguidores.


Comentario (Dios es amor No. 12,15-17)

Jesucristo, el amor de Dios encarnado

La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a

los conceptos: un realismo inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste simplemente en nociones abstractas, sino en la actuación imprevisible y, en cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va tras la « oveja perdida », la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar

nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: « Dios es amor » (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar.

Las grandes parábolas de Jesús han de entenderse también a partir de este principio. El rico epulón (cf. Lc 16, 19-31) suplica desde el lugar de los condenados que se advierta a sus hermanos de lo que sucede a quien ha ignorado frívolamente al pobre necesitado. Jesús, por decirlo así, acoge este grito de ayuda y se hace eco de él para ponernos en guardia, para hacernos volver al recto camino. La parábola del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos aclaraciones importantes. Mientras el concepto de « prójimo » hasta entonces se refería esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora… En fin, se ha de recordar de modo particular la gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados. « Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios.

Amor a Dios y amor al prójimo

Después de haber reflexionado sobre la esencia del amor y su significado en la fe bíblica, queda aún una doble cuestión sobre cómo podemos vivirlo: ¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En estas preguntas se manifiestan dos objeciones contra el doble mandamiento del amor. Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo? Y además, el amor no se puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o no, pero que no puede ser creado por la voluntad. La Escritura parece respaldar la primera objeción cuando afirma: « Si alguno dice: ‘‘amo a Dios'', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve » (1 Jn 4, 20). Pero este texto en modo alguno excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible; por el contrario, en todo el contexto de la Primera carta de Juan apenas citada, el amor a Dios es exigido explícitamente. Lo que se subraya es la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.

El amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).

jueves, 22 de abril de 2010

Cristo es el verdadero buen Pastor que dio su vida por las ovejas


EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN 10, 27-30

27Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. 28Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. 29Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. 30El Padre y yo somos una sola cosa.

COMENTARIO (Benedicto XVI 29 de abril de 2007)

La densidad teológica del breve pasaje evangélico que acaba de proclamarse nos ayuda a percibir mejor el sentido y el valor de esta solemne celebración. Jesús habla de sí como del buen Pastor que da la vida eterna a sus ovejas (cf. Jn 10, 28). La imagen del pastor está muy arraigada en el Antiguo Testamento y es muy utilizada en la tradición cristiana. Los profetas atribuyen el título de "pastor de Israel" al futuro descendiente de David; por tanto, posee una indudable importancia mesiánica (cf. Ez 34, 23). Jesús es el verdadero pastor de Israel porque es el Hijo del hombre, que quiso compartir la condición de los seres humanos para darles la vida nueva y conducirlos a la salvación. Al término "pastor" el evangelista añade significativamente el adjetivo kalós, hermoso, que utiliza únicamente con referencia a Jesús y a su misión. También en el relato de las bodas de Caná el adjetivo kalós se emplea dos veces aplicado al vino ofrecido por Jesús, y es fácil ver en él el símbolo del vino bueno de los tiempos mesiánicos (cf. Jn 2, 10).

"Yo les doy (a mis ovejas) la vida eterna y no perecerán jamás" (Jn 10, 28). Así afirma Jesús, que poco antes había dicho: "El buen pastor da su vida por las ovejas" (cf. Jn 10, 11). San Juan utiliza el verbo tithénai, ofrecer, que repite en los versículos siguientes (15, 17 y 18); encontramos este mismo verbo en el relato de la última Cena, cuando Jesús "se quitó" sus vestidos y después los "volvió a tomar" (cf. Jn 13, 4. 12). Está claro que de este modo se quiere afirmar que el Redentor dispone con absoluta libertad de su vida, de manera que puede darla y luego recobrarla libremente.

Cristo es el verdadero buen Pastor que dio su vida por las ovejas —por nosotros—, inmolándose en la cruz. Conoce a sus ovejas y sus ovejas lo conocen a él, como el Padre lo conoce y él conoce al Padre (cf. Jn 10, 14-15). No se trata de mero conocimiento intelectual, sino de una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su vez, puede fiarse; un conocimiento de amor, en virtud del cual el Pastor invita a los suyos a seguirlo, y que se manifiesta plenamente en el don que les hace de la vida eterna (cf. Jn 10, 27-28).

martes, 13 de abril de 2010

Señor, tu sabes que te quiero


Evangelio según Juan 21, 1-19


1Después de esto, Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: 2estaban junto Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos.

3Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros». Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada.

4Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. 5Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo para comer?».

Ellos respondieron: «No».

6El les dijo: «Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán».

Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla.

7El discípulo al que Jesús amaba dio a Pedro: «¡Es el Señor!». Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. 8Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla.

9Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan.

10Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar».

11Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió.

12Jesús les dijo: «Vengan a comer».

Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres», porque sabían que era el Señor.

13Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado.

14Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.

15Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?».

El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero».

Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos».

16Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?».

El le respondió: «Sí, Señor, saber que te quiero».

Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas».

17Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?».

Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero».

Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas.

18Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras».

19De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme».

Comentario

(Autor: Fray Juan Huarte Osácar www.dominicos.org/predicacion/homilias/18-4-2010/pautas)

¡Es el Señor!

Fue la exclamación gozosa y espontánea del discípulo amado dirigiéndose a Simón Pedro. Aquel desconocido de la orilla del lago, el que les había indicado dónde echar la red después de una infructuosa noche de duro bregar, era sin duda el Señor. Con el día recién amanecido y la red sobrecargada de peces amanecía también un nuevo horizonte en sus vidas: Jesús vivía, no les había abandonado.

Esta fue “la 3ª manifestación” de Jesús a sus discípulos, la que confirmaba definitivamente su presencia entre ellos: “la Vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio” (1 Jn 1,2). Era el Mesías que había de manifestarse (Jn 1,31), el mismo que ya había manifestado su gloria en la boda de Caná (2,11) y en la curación del ciego de nacimiento (9,3). La pesca milagrosa y la comida rubricaban ahora las otras dos apariciones a los discípulos en Jerusalén: era verdad, Jesús había resucitado de entre los muertos. Con el clarear del día quedaban disipados los interrogantes y el vacío de aquella larga y triste noche. La red “llena de peces” inauguraba el nuevo camino esperanzador del Dios fiel a sus promesas.

Señor, tú lo sabes todo, tu sabes que te quiero

El reconocimiento del Señor desembocaba en una renovada confesión de fe. Para que no hubiera dudas, a la triple manifestación del Resucitado corresponde ahora la triple declaración de amor en la persona de Pedro, el que antes le había negado tres veces. Y será justamente esta rehabilitación, enraizada en la adhesión total y el servicio exclusivo a Jesús (Jn 15,5), la que capacite en adelante al discípulo para ser su portavoz autorizado en la misión apostólica de echar las redes y pastorear el rebaño. “Sígueme”: el programa era claro, si bien el camino a seguir largo y costoso.

La acogida de la manifestación del Señor avala en el discípulo su investidura autorizada para la misión, pero no a cualquier precio. Se trata de una autoridad delegada para pastorear unas ovejas que no son suyas. Una autoridad envasada en el frágil molde de la debilidad humana, con sus limitaciones y contradicciones. Una autoridad asentada sobre la prerrogativa del servicio gratuito y desinteresado (Jr 3,15; Ez 34; 1 Pe 5, 1-5).

Anunciamos tu resurrección

El evangelio de hoy está impregnado de simbolismo sacramental. Como en el relato de Emaús (Lc 24,30-31.35), el reconocimiento del Señor en la comida desemboca en la “partición del pan”. De hecho, la iconografía primitiva testifica este tipo de comidas a base de pan y pescado como símbolo común de la eucaristía.

Cada vez que celebramos la eucaristía reconociendo la presencia transfigurada de Jesús en medio de la comunidad proclamamos que la muerte no tuvo la última palabra en su vida. ¿No ha incidido excesivamente la tradición popular cristiana en el dolor y el sufrimiento dejando ensombrecido o en un segundo plano este misterio glorioso? Pero, por otra parte, ¿cómo manifestar la contagiante alegría del Resucitado sin antes percibir las huellas del Crucificado en cada paso de la vida? La comunidad que lo reconoce en la fe es la misma que lo celebra transformado y glorioso en “la fracción del pan” recorriendo el camino previo de su ministerio público hacia la Cruz.

lunes, 5 de abril de 2010

Jesús, yo confío en Tí

Evangelio según San Juan 20, 19-31

Jesús aparece a sus discípulos
19En la noche de ese mismo domingo, los discípulos se reunieron en una casa. Las puertas de la casa estaban bien cerradas, porque los discípulos tenían miedo de los líderes judíos.
Jesús entró, se puso en medio de ellos, y los saludó diciendo: «¡Que Dios los bendiga y les dé paz!»
20Después les mostró las heridas de sus manos y de su costado, y los discípulos se alegraron de ver al Señor. 21Jesús los volvió a saludar de la misma manera, y les dijo: «Como mi Padre me envió, así también yo los envío a ustedes.»
22Luego sopló sobre ellos, y les dijo: «Reciban al Espíritu Santo. 23Si ustedes perdonan los pecados de alguien, Dios también se los perdonará. Y si no se los perdonan, Dios tampoco se los perdonará.»

Jesús y Tomás
24Tomás, uno de los doce discípulos, al que le decían el Gemelo, no estaba con los otros cuando Jesús se les apareció. 25Cuando Tomás llegó, los otros discípulos le dijeron: —¡Hemos visto al Señor!
Pero él les contestó:
—No creeré nada de lo que me dicen, hasta que vea las marcas de los clavos en sus manos y meta mi dedo en ellas, y ponga mi mano en la herida de su costado.
26Ocho días después, los discípulos estaban reunidos otra vez en la casa. Tomás estaba con ellos. Las puertas de la casa estaban bien cerradas, pero Jesús entró, se puso en medio de ellos, y los saludó diciendo: «¡Que Dios los bendiga y les dé paz!»
27Luego le dijo a Tomás:
Mira mis manos y mi costado, y mete tus dedos en las heridas. Y en vez de dudar, debes creer.
28Tomás contestó:
—Señor mío y Dios mío.
29Jesús le dijo:
—¿Creíste porque me viste? ¡Felices los que confían en mí sin haberme visto!

La razón por la que se escribió este libro
30Delante de sus discípulos, Jesús hizo muchas otras cosas que no están escritas en este libro. 31Pero las cosas que aquí se dicen se escribieron para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que así, por medio de su poder reciban la vida eterna.


COMENTARIO
(HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II Domingo 22 de abril de 2001)
"Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (Sal 117, 1). Hagamos nuestra la exclamación del salmista, que hemos cantado en el Salmo responsorial: la misericordia del Señor es eterna. Para comprender a fondo la verdad de estas palabras, dejemos que la liturgia nos guíe al corazón del acontecimiento salvífico, que une la muerte y la resurrección de Cristo a nuestra existencia y a la historia del mundo. Este prodigio de misericordia ha cambiado radicalmente el destino de la humanidad. Es un prodigio en el que se manifiesta plenamente el amor del Padre, el cual, con vistas a nuestra redención, no se arredra ni siquiera ante el sacrificio de su Hijo unigénito.

Queremos dar gracias al Señor por su amor, que es más fuerte que la muerte y que el pecado. Ese amor se revela y se realiza como misericordia en nuestra existencia diaria, e impulsa a todo hombre a tener, a su vez, "misericordia" hacia el Crucificado. ¿No es precisamente amar a Dios y amar al próximo, e incluso a los "enemigos", siguiendo el ejemplo de Jesús, el programa de vida de todo bautizado y de la Iglesia entera?

Con estos sentimientos, celebramos el II domingo de Pascua, que desde el año pasado (2000), el año del gran jubileo, se llama también domingo de la Misericordia divina. Para mí es una gran alegría poder unirme a todos vosotros, queridos peregrinos y devotos, que habéis venido de diferentes naciones para conmemorar, a un año de distancia, la canonización de sor Faustina Kowalska, testigo y mensajera del amor misericordioso del Señor. La elevación al honor de los altares de esta humilde religiosa, hija de mi tierra, representa un don no sólo para Polonia, sino también para toda la humanidad. En efecto, el mensaje que anunció constituye la respuesta adecuada y decisiva que Dios quiso dar a los interrogantes y a las expectativas de los hombres de nuestro tiempo, marcado por enormes tragedias. Un día Jesús le dijo a sor Faustina:  "La humanidad no encontrará paz hasta que se dirija con confianza a la misericordia divina" (Diario, p. 132). ¡La misericordia divina! Este  es el don pascual que la Iglesia recibe de Cristo  resucitado y que ofrece a la humanidad,  en el alba del tercer milenio.

El evangelio, que acabamos de proclamar, nos ayuda a captar plenamente el sentido y el valor de este don. El evangelista san Juan nos hace compartir la emoción que experimentaron los Apóstoles durante el encuentro con Cristo, después de su resurrección. Nuestra atención se centra en el gesto del Maestro, que transmite a los discípulos temerosos y atónitos la misión de ser ministros de la misericordia divina. Les muestra sus manos y su costado con los signos de su pasión, y les comunica:  "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo" (Jn 20, 21). E inmediatamente después "exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:  "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos"" (Jn 20, 22-23). Jesús les confía el don de "perdonar los pecados", un don que brota de las heridas de sus manos, de sus pies y sobre todo de su costado traspasado. Desde allí una ola de misericordia inunda toda la humanidad.

Revivamos este momento con gran intensidad espiritual. También a nosotros el Señor nos muestra hoy sus llagas gloriosas y su corazón, manantial inagotable de luz y verdad, de amor y perdón.

¡El Corazón de Cristo! Su "Sagrado Corazón" ha dado todo a los hombres: la redención, la salvación y la santificación. De ese Corazón rebosante de ternura, santa Faustina Kowalska vio salir dos haces de luz que iluminaban el mundo. "Los dos rayos -como le dijo el mismo Jesús- representan la sangre y el agua" (Diario, p. 132). La sangre evoca el sacrificio del Gólgota y el misterio de la Eucaristía; el agua, según la rica simbología del evangelista san Juan, alude al bautismo y al don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4, 14).

A través del misterio de este Corazón herido, no cesa de difundirse también entre los hombres y las mujeres de nuestra época el flujo restaurador del amor misericordioso de Dios. Quien aspira a la felicidad auténtica y duradera, sólo en él puede encontrar su secreto.

"Jesús, en ti confío". Esta jaculatoria, que rezan numerosos devotos, expresa muy bien la actitud con la que también nosotros queremos abandonarnos con confianza en tus manos, oh Señor, nuestro único Salvador.

Tú ardes del deseo de ser amado, y el que sintoniza con los sentimientos de tu corazón aprende a ser constructor de la nueva civilización del amor. Un simple acto de abandono basta para romper las barreras de la oscuridad y la tristeza, de la duda y la desesperación. Los rayos de tu misericordia divina devuelven la esperanza, de modo especial, al que se siente oprimido por el peso del pecado.

María, Madre de misericordia, haz que mantengamos siempre viva esta confianza en tu Hijo, nuestro Redentor. Ayúdanos también tú, santa Faustina, que hoy recordamos con particular afecto. Fijando nuestra débil mirada en el rostro del Salvador divino, queremos repetir contigo:  "Jesús, en ti confío". Hoy y siempre. Amén.